“Mi experiencia en Malawi” por Jone Amasorrain

Jone Amasorrain Urrutia es residente de tercer año de Pediatría de la OSI Araba. Durante los meses de mayo y junio esta joven bergaresa, vital y entusiasta en su trabajo, ha tenido la oportunidad de realizar una rotación externa en el Hospital Central de Kamuzu, en Lilongüe, la capital de Malawi.

En las siguientes líneas Jone ha querido compartir su experiencia en el país africano, al que asegura que algún día volverá.

Uno de mis sueños y mi gran ilusión siempre ha sido volver a África como médica. Tuve la oportunidad de vivir el verano de 2010 en Sierra Leona, como voluntaria de una comunidad religiosa en un pequeño dispensario médico y en una escuela de verano. Quería volver a África, al continente olvidado y desconocido, pero lleno de vida, luz y esperanza, que tanto me había impactado.

A diferencia de mi primer contacto con el continente africano, en esta ocasión no fue a la azotada Sierra Leona, sino que mi vuelta fue a Malawi. Un país que, partiendo de una historia muy diferente a la anterior, comparte el trágico destino de muchos de los países africanos. Además, en esta ocasión lo hacía de la mano de un proyecto médico riguroso y bien consolidado de la Asociación Malawi-Salud que me iba a permitir desarrollar mi nueva faceta médica. En este tiempo yo también había madurado, poco quedaba de la inconsciencia de la época estudiantil y comenzaba mi compromiso humanitario como profesional médico.

Malawi-Salud, es un programa que está en marcha desde 2008, gracias al esfuerzo y el tiempo de sus participantes que, a pesar de no tener ninguna ayuda económica ni subvención pública, cada año supera sus expectativas y aglutina más iniciativas y voluntades. Un programa médico español que coopera con la sanidad pública del país junto con otros programas, principalmente estadounidenses, trabajando mano a mano con los profesionales locales.

“Este hospital cuenta con entre 600 y 1000 camas y sirve aproximadamente a 5 millones de personas, la mayoría población infantil”

Nuestro grupo estaba formado por tres residentes de Pediatría y dos enfermeras, que hemos permanecido allí durante los meses de mayo y junio de 2017. Nuestra labor de campo iba dirigida a trabajar en el Hospital Central de Kamuzu. Este hospital cuenta con entre 600 y 1000 camas y sirve aproximadamente a 5 millones de personas, la mayoría población infantil. Es el hospital de referencia en Lilongüe, la capital de Malawi.

Situado al sureste del continente africano, Malawi es un país con una riqueza natural envidiable que posee uno de los lagos dulces con mayor biodiversidad del planeta. Su historia, su cultura, su gente, los árboles ancestrales baobabs, incluso su idioma, enamoran a toda persona que ponga un pie en su tierra. Es uno de los países africanos menos desarrollados y más densamente poblados del continente, estimándose 18 millones de habitantes en 2017 con un índice de mortalidad infantil muy elevado.

Un día en 'el Kamuzu'

Un día en “el Kamuzu”, como lo llamábamos nosotras, comenzaba con el despertador al alba y con un buen desayuno en el que nunca faltaba un buen aguacate malawita. Nuestro medio de transporte habitual era el tuc-tuc que nos dejaba en la puerta del hospital listas para comenzar el día. Para nosotras eran unos 15 minutos de trayecto, pero te das cuenta de que su forma de enfrentar el reto de la distancia y el tiempo está muy alejada de la nuestra.

Tras ponernos el pijama azul, pieza clave que nos identificaba como parte del programa, nos dirigíamos a nuestro lugar de trabajo denominado como “Emergency Zone”. Allí se encontraban los pacientes más inestables y los que requerían de una atención médica inmediata. La primera impresión es que la sala está llena de color ya que los chitenges, telas multiusos de colores vivos, invaden todas las esquinas. Allí nos encontrábamos nosotras, armadas con más ilusión que medios técnicos, para intentar ayudar a esos niños que nos esperaban.

En una sala pobremente ventilada de 200 m2 que contaba con 30 camas, estábamos a cargo de unos 100-150 niños, tocando a 4 o 5 por cama. Era una situación totalmente desconocida para nosotras, que hubiéramos considerado inaceptable en cualquier hospital europeo, pero era su realidad. Una vez superado el impacto del primer día y el vértigo de los siguientes, afrontamos la situación con entusiasmo y determinación, decididas a resolver el máximo de patologías y a aliviar el sufrimiento de las personas que nos rodeaban.

Al principio algunas de las amayis (madres) nos miraban con recelo, por miedo a lo desconocido, miedo a los mzungus (término local utilizado para referirse a las personas de raza blanca) pero a medida que pasaban los días nos buscaban, sabían que hacíamos todo lo que estaba en nuestras manos por sus hijos y nos lo agradecían a su manera, con su respetuosa sonrisa.

El trabajo diario es duro, tanto física como mentalmente. Afrontamos situaciones estresantes y dolorosas atendiendo camillas llenas de niños anémicos, deshidratados, inconscientes, convulsionando o en parada cardiorrespiratoria. Casi todos los niños de nuestra sala se encontraban en una situación de gravedad para los que la muerte era una amenaza constante. Es duro constatar que la muerte está presente diariamente en su entorno, que es parte de sus vidas, pero no por ello es menos dolorosa.

Con una infinita paciencia y esperanza reflejada en sus grandes ojos oscuros, las madres esperan…, cuando ven a su hijo rodeado de profesionales que hablan en un idioma desconocido, se quedan a tu lado y esperan…, cuando tú ya sabes que no hay nada más que hacer, que todo ha terminado, ahí están, esperando…, con dolor, con respeto, con amor, con humildad, esperan…, siempre esperan, con una resignada aceptación de la vida y de la muerte.

Te recompones como puedes y sigues, sigues trabajando. Te quedan una treintena de niños por valorar. La llegada de niños no cesa, en cuanto se libra un hueco de una cama, se sustituye por una nueva urgencia, incluso si la situación lo requiere se hace un hueco para que pueda tumbarse un quinto niño en esa modalidad de óptima ocupación de la cama.

En una jornada que se rige por la luz del día, la oscuridad de la noche se acerca y eso significa que ha llegado el momento de volver a casa. No hemos terminado, quedan niños sin explorar ni valorar, si no los valoramos hoy es posible que nadie los vea hasta el día siguiente o el siguiente, y es muy posible que alguno quede desatendido, pero ya es la hora. En un país donde las farolas escasean hay que pensar en volver a casa.

“Compartir la enfermedad con estos niños y sus familiares es una experiencia vital maravillosa, que tiene muchos más elementos de alegría que de tristeza”

Releyendo lo escrito, me preocupa transmitir una idea triste de esta experiencia, fundamentalmente porque no es verdad. Nada más lejos de la realidad. Muy al contrario de lo que pueda parecer, compartir la enfermedad con estos niños y sus familiares es una experiencia vital maravillosa, que tiene muchos más elementos de alegría que de tristeza. Los niños en general y los niños malawitas en particular son sinónimo de vitalidad, energía, alegría e ilusión. Hemos vivido momentos maravillosos que son inolvidables, hemos llorado de pena, sí, pero también de alegría. Cuando ves partir a un niño junto a su familia, recuperado de su dolencia o enfermedad, caminando y brincando por los pasillos del hospital, es imposible no emocionarse.

La satisfacción personal del trabajo realizado, la sonrisa y la inocencia en los ojos de un niño, la confianza brindada por las amayis, eran el motor que nos permitía seguir luchando y trabajando por esos niños que se lo merecen todo.

Como médica pude sentir la impotencia ante la falta de medios, tanto técnicos, como humanos. La falta de medicamentos básicos, la dificultad para la realización de pruebas diagnósticas, los errores y la falta de rigor en los procesos…, pero también pude comprobar el poder terapéutico de la dedicación y la entrega. Quizá no siempre para curar, pero sí para aliviar.

Finalmente, quisiera agradecer al Servicio de Docencia del HUA y a la Asociación Malawi-Salud por haberme brindado la oportunidad de vivir esta experiencia. Y cómo no, a mis compañeras de viaje por el honor de haberlo compartirlo con ellas y de haberlo hecho tan especial.

Gracias a todos y todas, y de forma especial a los niños malawitas, con los que he confirmado una expresión que creía entenderla y que ahora la siento de verdad: “Cuando te entregas a los demás, recibes más de lo que das”.

Gracias, gracias Malawi, algún día volveré.

Enlaces de interés: Asociación Malawi-Salud